septiembre 26, 2000

¿Nos habrán declarado la guerra?

La semana pasada la vicepresidenta de la Comisión Europea, Loyola de Palacio, al referirse a la posibilidad que algunos planteaban de que los países Europeos bajen algo los impuestos a los derivados del petróleo, como la alternativa lógica para lograr bajar los altos precios de la gasolina, que tantas protestas han causado en Europa, dijo que eso era “una solución que hay que excluir”. Su posición fue aún más contundente, cuando declaró que “Optar por una rebaja fiscal supondría dar la razón a la OPEP y sería contrario a las grandes líneas de la política energética y de transporte de la Unión Europea”.
Para un país petrolero como Venezuela, lo anterior, si bien puede que no llegue a ser una declaración de guerra, por lo menos parece ser algo muy similar a un bloqueo económico. Europa con estas declaraciones nos está diciendo, de forma clara y tajante, en primer lugar, que no quieren que sus economías nos compren la cantidad de petróleo, que en condiciones de libre comercio nos hubieran comprado y de segundo, que no quieren pagar el precio por el petróleo, que también se hubiese fijado de existir condiciones de libre comercio. Ni más, ni menos. En cambio, sí pretenden que nosotros, los países petroleros, le garanticemos a Europa que puede vendernos todos sus productos en los volúmenes y precios, que el libre comercio fije, incluso a precios mayores, del mercado no tan libre, y resultante de unos derechos monopólicos recién inventados, como lo son el de las marcas y patentes.
Como país podemos seguir haciéndonos la vista gorda, bajar la cabeza e ignorar la afrenta, o pelear. En lo personal llevo tanto tiempo debatiendo y escribiendo sobre estos impuestos, que no puedo excluir la posibilidad de haber perdido cierta objetividad en la materia, pero les confieso que hay días en que he llegado a identificarme más con las tácticas de los agricultores franceses, que rompen vidrieras de los McDonald’s en defensa de sus intereses, que con los tímidos esfuerzos desplegados por nuestros poco osados negociadores internacionales.
No es permisible que ignoremos el problema. No hay derecho a que mientras los consumidores Europeos son capaces de armar tremenda alharaca, no obstante que para ellos tales impuestos sólo significan una transferencia interna de recursos, del que usa gasolina, al que no la usa; nosotros, en cambio, nos quedamos callados e incluso, vemos como algunos de nuestros opinadores profesionales, han llegado hasta el extremo de aceptarlos como lógicos y justos, a pesar de que tales impuestos representan para nosotros un sacrificio económico real, dado que nos acarrean una menor demanda y menores precios por el crudo.
Para aquellos lectores que pretendan evadir su responsabilidad alegando su ignorancia sobre el tema, como lo hizo un super experto petrolero cuando hace un año me respondió con un “No sabía que los impuestos eran tan altos”, a continuación les presento un gráfico, que de manera explicita describe el problema. En el ejemplo me refiero a Inglaterra – pero en verdad todos los países europeos son básicamente iguales, es más, la mayoría de los países del mundo hacen lo mismo. 
En el gráfico se observa como el índice de precios del crudo, en términos constantes, bajó de un 100% en 1980 a sólo un 18% para 1998, mientras que en ese mismo período el índice de los precios de los productos petroleros, también a precios constantes, subió de 100% en 1980 hasta un 247% para 1998. La extraordinaria diferencia existente en la evolución de ambos índices sólo se explica por el aumento de los impuestos. Así puede apreciarse en el ejemplo que presentamos, donde los impuestos ad-valorem a la gasolina, ya para 1985 representaban un 85%, alcanzando para 1998 a un absurdo 456%.


Hace pocos días el señor Tony Blair, Primer Ministro de Inglaterra, quien está muy conciente del rol fundamental que juegan los impuestos en los altos precios de la gasolina, se dirigió a sus electores diciéndoles que la única manera de bajar tales precios, era hablando con la OPEP. Para que un Premier de un país como Inglaterra, que se jacta de su apego a la información veraz, mienta de una manera tan descarada a sus electores, debe ser que existen unas condiciones muy especiales. ¿Quién sabe?. A lo mejor nos declaró la guerra y no nos hemos enterado.

septiembre 12, 2000

La distribución eléctrica vista como una franquicia

De acuerdo con la nueva Ley Eléctrica, para la determinación de las tarifas de distribución de electricidad, la Comisión Nacional de Energía Eléctrica (el Regulador) debe fijar criterios sobre lo que debe ser una rentabilidad acorde con el riesgo de las actividades que realicen (las empresas de distribución eléctrica), en condiciones de operación eficiente. Esta tarea, resulta a todas luces muy difícil debido a lo subjetivo que puede resultar tal evaluación. Algunos quizás se consuelen al saber que los Reguladores eléctricos de casi todos los países se enfrentan a problemas semejantes.
En lo siguiente sugerimos un método de análisis, que aún cuando sencillo, puede ayudar a desarrollar y validar una estructura tarifaria razonable para Venezuela. Su sustento teórico radica en una valuación por parte del mercado, de allí que seguramente cuente con el agrado de quienes defienden la validez del mismo para direccionar la economía; pero tiene la peculiaridad de que también sería el propio mercado, el que limitaría el posible abuso de una posición de monopolio, como el de la distribución eléctrica.
El esquema propuesto se inspira en la forma como normalmente se determina el valor de una franquicia de servicios, es decir, midiendo la utilidad que debería poder obtener un franquiciado, técnicamente calificado, por el derecho de proveer servicios a unos consumidores dentro de un área geográfica determinada.
A tal fin, si estimamos (o nos ponemos de acuerdo) que el negocio de distribución eléctrica debe generar una ganancia promedio de US$ 0,50 por habitante/mes entonces, en una ciudad como Caracas con aproximadamente 4 millones de habitantes, estaríamos hablando de US$ 2 millones al mes y de alrededor de US$ 25 millones por año. Como el negocio de distribución eléctrica es muy seguro (si suponemos que quien lo maneja sabe lo que hace) un franquiciado calificado podría estar satisfecho con una tasa de rendimiento del 10% anual medido en dólares, por lo que el valor de la franquicia eléctrica de Caracas sería de US$ 250 millones (25/.10).
Las tarifas deben cubrir todos los costos de operación, así como los de las inversiones que deban hacerse, pero si están bien calculadas, las acciones del negocio–franquicia deberían valer justamente los US$ 250 millones. Si difieren de este monto, el Regulador debe actuar. Si las acciones llegan a valer más, por ejemplo US$ 400 millones, las únicas explicaciones aceptables serían: o que el negocio es mayor de lo que se pensaba (más población, consumo per cápita, etc) o, lo más probable, que las tarifas son demasiado altas, en cuyo caso el Regulador procedería a bajarlas. Si por el contrario, el negocio sólo vale US$ 150 millones, podemos concluir o bien que la gestión es poco eficiente, o que las tarifas son demasiado bajas. En este caso, el Regulador, usando otros tipos de benchmarking para medir la eficiencia de la gestión, podrá decidir si aumenta las tarifas o las mantiene en su nivel actual, con el fin de obligar al mercado a sustituir a los responsables de tal ineficiente gestión.
Por supuesto, la metodología que aquí se asoma requiere de la existencia de un mercado abierto, en el cual se transen las acciones libremente y hace necesario prohibir la dominancia de ciertos bloques de accionistas, por ejemplo, nadie debe de forma individual controlar más del 30% del capital.
De lograr establecerse unos valores razonables para la franquicia, creemos que además se podría mejorar mucho la eficiencia del proceso de privatización. Por ejemplo, en lugar de adivinar un pliego tarifario que logre atraer el interés de un comprador (o elevarlo artificialmente para maximizar las ganancias en la venta) simplemente se decretaría un valor razonable del negocio y se adjudicaría la concesión a quien, pagando el precio, ofrezca las menores tarifas iniciales. 
Reconocemos que lo propuesto puede resultarle difícil de digerir a un Regulador tradicional, quien toda su vida ha tratado de manera determinística (y probablemente infructuosa) de enfocar las tarifas como una construcción de abajo hacia arriba, es decir, tratando de indagar y sumar todos los detalles relativos a inversiones, costos y ganancias razonables. El esquema descrito parte de la premisa de que un inversionista no sólo conoce y está dispuesto a invertir lo necesario para accesar las utilidades del negocio de distribución eléctrica, sino que también sabe cuál es la mezcla de recursos deuda-capital que más le conviene. Entonces, en lugar de creerse Mandrake el Mago y buscar medir todo, el Regulador, con la ayuda del mercado, lo que mediría y limitaría ante nada serían las aspiraciones de ganancias.
Alguien podría objetar, que limitar las aspiraciones de ganancias quizás afectaría la calidad del servicio o el interés por invertir en el sector. Aún cuando así fuese, la verdad es que la distribución eléctrica es hoy en día una actividad monopolística y, como tal, simplemente debe tener sus ganancias limitadas. Por cierto, lo anterior no impide que se regule que una cierta porción de la tarifa esté en función del cumplimiento o no de ciertos objetivos o estándares de calidad. Además, nunca debemos olvidar que el negocio eléctrico no es exageradamente complejo, lo que requiere es de un sentido gerencial de “austera disciplina”, que justamente puede ser incentivado con una mayor estabilidad y una limitación implícita de las ganancias. En este sentido, es tradicional que empresas de servicio público reguladas, logren satisfacer sus nóminas a menor costo, al ofrecer mayor estabilidad de trabajo.
El lograr una valorización de las franquicias de distribución – el valor del negocio – el punto – y que éste sea conocido, también facilitaría todos aquellos procesos en los que se necesita de un valor referencial, tales como en la reversión de concesiones o en la recompra por el Estado a cuenta del interés público. Una concesión para un servicio público es un asunto de buena fe de parte y parte, por lo que nunca he creído que la responsabilidad por unas tarifas razonables, sea exclusivamente del Regulador. Como consumidor, vería con mucho interés un sistema donde quien esté dispuesto a ofrecer, de manera garantizada y por un período dado, tarifas sustancialmente menores por el mismo servicio, tenga la posibilidad de hacer una oferta pública de comprar la franquicia. En tales circunstancias tampoco sería justo que el vendedor, quien en base a una negociación con el Regulador, ha logrado, como dicen, montar al consumidor en la olla, sea quien se beneficie de la venta.
Otra ventaja que podría derivarse de adoptar un modelo de decisión tarifaria, basado en mantener el valor de la franquicia, sería la de ayudar a reducir el nivel del riesgo percibido en el negocio, lo cual probablemente atraería a capitales, que con sus bajas aspiraciones de rendimiento, son al fin y al cabo los que terminan fomentando unas menores tarifas.
Lo sugerido no implica en forma alguna que el Regulador no deba tener a su disposición toda la información precisa y detallada del sector eléctrico, la cual siempre le puede ser necesaria para validar sus decisiones, especialmente cuando la mano invisible del mercado sea temporalmente peluda.

Publicado en Economía Hoy el 12 de septiembre de 2000



septiembre 10, 2000

Los fondos de pensiones que yo quiero

El Estado siempre o casi siempre ha tenido una obligación implícita de cuidar a sus mayores, al igual que el individuo siempre o casi siempre ha tenido el derecho de ahorrar para garantizar, en lo posible, cubrir las necesidades de su vejez. Sin embargo, el Estado y el individuo nunca o casi nunca han logrado alcanzar tales metas, ya que como diría un americano “that´s life” - así es la vida. Ultimamente, he estado expresando mis creencias y deseos sobre una serie de aspectos de nuestra realidad nacional y hoy le ha tocado el turno a los fondos de pensiones (FdP).
El debate sobre los FdP que yo quiero, comienza por dejar muy claro que los actuales planes de FdP, sencillamente significan meter la mano al bolsillo del empleado o de su empleador para extraer de ellos, con carácter obligatorio, ciertos recursos para: a) Hacer pagos a quienes, hoy o en un futuro, no hayan logrado acumular recursos de manera individual y de acuerdo con un sistema, que algunos llaman “de reparto” (nombre que a veces me parece algo despectivo, dado nos recuerda a la rebatiña de las piñatas) y otros llaman “de solidardad intergeneracional”; b) Capitalizar recursos de manera individual para que sus titulares no se conviertan en futuras cargas para la sociedad y c) Pagar los gastos del sistema.
El debate sobre los FdP que yo quiero, reconoce que el extraer recursos para el mañana de quien, debido a la profunda recesión económica, básicamente no tiene ni para hoy, es materia muy delicada y que si además se aspira a que tal osadía rinda frutos, se debe estar consciente de que tales propósitos no se logran con la mera copia o mezcla de unos sistemas previsionales ajenos.
El debate sobre los FdP que yo quiero, reconoce la existencia de una serie de intereses secundarios que pululan por los alrededores, principalmente con la vista bien puesta en captar, para su propio bolsillo, buena parte de los gastos del sistema ... y sabe mantenerlos alejados del debate.
El debate sobre los FdP que yo quiero, relega a un segundo plano la discusión sobre si deben ser privados o públicos. Hay evidencias más que suficientes como para determinar que, en materia de administración de FdP, tanto el sector privado como el Estado, generalmente han fracasado. Los pocos logros que se observan, abarcan períodos tan cortos que, en términos históricos, cualquiera pudiera sostener que éstos sólo son aún, otros fracasos por ocurrir.
El debate sobre los FdP que yo quiero, se construye sobre premisas mucho más realistas que aquéllas que dan como por ciertas las posibilidades de garantizar un rendimiento real para un período largo. Si eso fuera posible, sólo habría ricos en el mundo. (Ver Nota)
El debate sobre los FdP que yo quiero, concientiza al país de que la posibilidad de lograr en un futuro pensiones justas y razonables comienza y termina con el estado en que se encuentre la economía del país para su momento. Si la economía de Venezuela no mejora, ni los FdP de Mandrake servirán para algo, mientras que, si por el contrario, la economía muestra señales de alcanzar su potencial, puede haber recursos para pagar todo, aún sin FdP. 
El debate sobre los FdP que yo quiero, sabe que la pregunta más importante a responder, es dónde invertir los fondos y reconoce que en la actualidad existen muy pocas oportunidades de inversión a largo plazo por lo que, de la misma forma como se limita el uso de los fondos de las FdP a ciertas inversiones, también puede que sea necesario reservar ciertas inversiones para el uso exclusivo de los FdP. En tal sentido, y sin sonrojarme, me atrevería a lanzar la propuesta de reservar a los FdP de los venezolanos, por ejemplo, la inversión en aquellas distribuidoras eléctricas que posiblemente habrán de ser privatizadas en un futuro cercano, antes de dejarle tales lomitos de bajo riesgo, a los FdP extranjeros.
El debate de los FdP que yo quiero, sabe que permitir que los recursos captados, como consecuencia de una obligación impuesta por el Estado, sean colocados en el exterior, es una total aberración, por lo que sería hasta preferible dejar que el individuo lo haga por su propia iniciativa, como de hecho ocurre hoy.
El debate sobre los FdP que yo quiero, por todo lo antes expuesto, no tiene duda en calificar a tales fondos más como unos instrumentos para el desarrollo, que como garantías directas para satisfacer las necesidades de la vejez individual.
Los FdP que yo quiero, conforman antes que nada, una oportunidad única para desarrollar algunas fuentes de fondos a largo plazo, que de ser exitosas, pudieran a su vez atraer otros recursos similares, que contribuyan al desarrollo del pais.
Los FdP que yo quiero, son regulados por unas autoridades que saben discernir entre lo que son inversiones válidas a largo plazo y aquellas inversiones que sólo buscan rendimientos especulativos, sean éstos políticos o financieros.
Los FdP que yo quiero, saben que su futuro no se encuentra en volcarse en una frenética y cuasi incestuosa persecución de valores de inversión ya existentes.
Los FdP que yo quiero, intuyen que la mejor seguridad para la vejez del mañana, está en la ausencia de una deuda externa y, en tal sentido, cuestionan seriamente la idea de tomar préstamos (en este caso del BID) para constituir el capital semilla del sistema.
Los FdP que yo quiero, definitivamente persiguen fines más importantes que los de generar ganancias por intermediación financiera y servir de fuente de empleo a una brigada de comisionistas que, cual vendedores de tiempo compartido con promesas poco fundadas, buscan atraer al trabajador al FdP de turno.
Los FdP que yo quiero, son administrados por personas que, justamente por sus conocimientos, saben ser humildes ante la inmensa responsabilidad de su tarea.
Los FdP que yo quiero, incentivan el ahorro personal, pero no liberan al individuo de su cuota parte de responsabilidad para con la sociedad.
Los FdP que yo quiero, complementan, pero no liberan al Estado de su responsabilidad en materia de seguridad social.
Durante una década, que finalizó con la neo-colonización del banco por agentes de la Madre Patria (destino que sufrieron tantos otros bancos), fuí el representante del único banco chileno con oficina de representación en Venezuela. Como entenderán tuve muchas ocasiones para estudiar, participar en debates y reflexionar sobre la materia del ahorro previsional. Con el corazón en la mano les digo a mis compatriotas, que los FdP son una materia demasiado delicada para, como se dice, dejarla abandonada a su suerte o mala suerte en manos de politicos y de gestores financieros.
El Universal, 10 de Septiembre 2000